domingo, 28 de febrero de 2016

Un día de verano en invierno

Yo, Deià, Mallorca, 2015. (Foto: L. Placencia)


Los domingos somos como gorriones atrapados en una jaula de oro: nuestra alma. 

Me asomé a la ventana y el verano me habló: me voy, dijo, pero te quise mucho. Por qué te vas, le increpé, pero ya me había dado la espalda; mañana lloverá y todos hablarán de eso.

La nostalgia a uno mismo, ese vicio del ego. 

El verano se fue, pero ha sido el mejor de muchos. La luz del Mediterráneo me abrazó porque el Caribe no puede. Volé tres veces por más de siete años sin tomar un avión. Mi madre durmió bajo el mismo techo que yo, en nuestra casa de Madrid, mi ciudad adictiva, perdón, adoptiva, mi "hogar" por ahora.

(Cuando escribas la verdad, debes hacer una pausa y tomar algún sorbo de mentira. Evita emborracharte.)




El verano como paisaje

Barcelona nos vio cumplir años, entre las chispas de diablitos mundanos en las fiestas de Gracia, entre gente que bebe y baila, come y canta en el medio de la calle. Barcelona celebró nuestro cumpleaños con fuegos en el aire. 

(Mientras uno se hace mayor, más se le abren los ojos como flores carnívoras.)


Mallorca se dejó conocer, pero Deià nos embelleció los ojos. Nada como las montañas para sentir nuestra dimensión real. Somos más pequeños que los árboles que nos regalan oxígeno y papel para llenarlo de palabras... Como si dentro de ellas cupiera toda la fuerza que ponemos al escribirlas, todo el amor, la fe, la realidad. 

Las palabras no alcanzan para describir un verano, una vida, una verdad. Las palabras sobran cuando de admirar el paisaje se trata. Las palabras son lo poco que queda cuando se acaba el paisaje. 



Madrid, 13 de octubre de 2015.

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