lunes, 4 de marzo de 2013

Fumando no espero nada



En la tele están diciendo que somos menos inteligentes que los de la antigua Roma. ¡Claro! Eso algunos ya lo sabíamos, lo notábamos en nosotros mismos, en nuestros baches e imperfecciones, en lo que perdimos y lo que añoramos. En el espejo. En lo imprecisos que somos nombrando lo (in)nombrable. 



Que la tecnología nos ha acomodado, dicen. ¡Pues, claro! Antes tardaba el doble de tiempo en buscar un significado en la página de un diccionario (si lo tenía) y telefoneaba a un amigo para que me aclarara una duda semántica (ahora no tengo a quien llamar, pero San Google hace milagros). Aunque también escribía más. Y era menos cobarde con las palabras porque creía, ingenuamente, que eran lo único que podía salvarme. ¡Salvarme! ¿De qué? De nuestra propia vida no hay salvación que valga. Nací cubana, y cubana me quedaré. Ese es mi drama. Dramita. Dramón. Llámenlo como les plazca. Sentirlo es algo tan personal aunque sea a la vez una esquirla del sentir colectivo. Sentir nacional. Dolor patrio. Cada uno tiene el suyo. El mío no es mejor ni peor, las comparaciones son irrespetuosas cuando del dolor ajeno se trata. 

A veces me quedo paralizada. Otras despierto llorando. No es una pantomima. Me duele Cuba y siento que puedo hacer poco, que por más que haga es poco. Soy una cimarrona que corre tras una libertad que es una zanahoria amarrada a un palo. ¿La guadaña de la muerte o la de chapear la maleza? Alguien podrá tomar esta frase y romperla en mil pedazos. Podrán decir cualquier cosa. Negarme o aplaudirme.  Escucharme o ignorarme.

Detrás de cada frase estaré yo, sonriendo con la libertad de quien fuma sin esperar nada. El cigarro de después de escribir. Después de hacerle el amor a las palabras. 
Ahora, lo dicho, quedará en el terreno del post-orgasmo.

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